El horno de microondas empieza a ser una herramienta culinaria habitual para las nuevas generaciones

Desde el descubrimiento del fuego, el ser humano ha utilizado el calor para cocinar; y lo ha hecho siempre de la misma forma: proporcionando temperatura externa. Esta transmisión térmica puede producirse de diversas formas (fuego directo, mediante agua calentada, vapor de agua, grasas, etcétera), pero siempre en una misma dirección: del exterior al interior. Ahora ya se puede hablar de un nuevo modo de calentar y, por tanto, de cocinar, que opera en todos los puntos de los alimentos.

Fue durante el curso de una investigación relacionada con el radar, alrededor de 1945, cuando Percy Spencer, ingeniero de Raytheon, notó algo muy peculiar. Estaba ensayando un nuevo tubo al vacío, llamado magnetrón, cuando descubrió que su dulce de chocolate se había derretido. Intrigado por si esas ondas habían afectado la barra de chocolate, Spencer hizo un experimento. Esta vez colocó cerca del tubo varias semillas de maíz para hacer palomitas y se alejó. Empezaron a moverse, cocerse, hincharse y brincar, esparciéndose por todo el laboratorio. Nacía el horno de microondas.

En principio, la nueva técnica se veía alejada de los hogares. Pero en los años setenta empezó a introducirse tímidamente en el mercado estadounidense. A finales de los ochenta, un 25 por ciento de las cocinas de EE.UU. contaban ya con microondas. Se calcula que casi el 90 por ciento de los hogares de EE.UU. y Europa occidental disponen hoy de este tipo de horno, con una evolución rapidísima en los últimos años en países como España.

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