La fermentación es una de las técnicas más antiguas que se conocen para la conservación de alimentos. Sobre todo en los países asiáticos, es muy común aplicarla a pescados, carnes y verduras. Paradójicamente, en pleno siglo XXI se ha convertido en tendencia culinaria con una gran proyección de futuro.
De entre todas las fermentaciones alimentarias, la kombucha es la que ha irrumpido con mayor fuerza: su expansión es exponencial. Según cuenta una leyenda, se denomina así por la combinación de Kombu, apelativo de un monje tibetano, y cha, nombre genérico que da la población china al té. Significaría, por tanto, «té de kombu».
Se trata de una bebida elaborada a partir de té endulzado y fermentado mediante un cultivo simbiótico de bacterias y levaduras (SCOBY, por sus siglas en inglés) que vulgarmente se denomina hongo del té. Suele obtenerse a partir de hojas de té negro, resultado de la fermentación de las hojas de Camellia sinensis; pero también se puede elaborar a partir de hojas de té oolong, té semifermentado, té verde o incluso blanco. Basta con introducir en un recipiente el té, el azúcar y la «kombucha madre» con la mencionada mezcla de microorganismos.
De entre todos los estudios que se han realizado para determinar la microbiología de la kombucha, el más detallado es el que Alan J. Marsh y sus colaboradores del Colegio Universitario de Cork publicaron en abril de 2014 en Food Microbiology. Según este, el principal género bacteriano de la colonia es Gluconacetobacter (presente en más del 85 por ciento de las muestras); contiene también una población prominente de Lactobacillus (30 por ciento) y solo trazas de Acetobacter (menos del 2 por ciento). Respecto a las poblaciones de levadura, están dominadas por Zygosaccharomyces (más del 95 por ciento).