El tratamiento con altas presiones permite alargar la vida útil de los alimentos sin alterar sus propiedades organolépticas
Desde tiempos inmemoriales, la conservación de los alimentos ha sido la piedra angular en la que se ha basado la subsistencia de la humanidad. El descubrimiento del fuego permitió hacer los alimentos más digeribles, pero también mejorar su conservación. La relación entre la ciencia y la cocina se basó, durante siglos, en la búsqueda de la ampliación de la vida útil de consumo de los alimentos. Así, y desde épocas muy remotas, amén de la acción del calor, también el ahumado, la salazón, el encurtido y el confitado en azúcares o en grasas han constituido la base de la alimentación de los pueblos.
En 1795, en plena revolución industrial, Nicholas Appert inventó la apertización, técnica basada en la acción del calor que permitió conservar los alimentos en latas. Tras perfeccionar el método, el médico Louis Pasteur publicó en 1864 los detalles de una técnica de conservación innovadora: la pasteurización. En el siglo XX, las agencias de seguridad alimentaria comenzarían a exigir la aplicación de procedimientos que aseguraran la perdurabilidad de los alimentos en condiciones aptas para el consumo.
Los métodos de conservación se clasifican según se basen en procesos físicos o químicos. Entre los físicos se cuentan la aplicación de temperaturas elevadas (pasteurización, esterilización, uperización), temperaturas bajas (refrigeración, congelación), el control del agua libre (concentración, desecación) y de la presión osmótica (salado, confitado). Los procesos químicos consisten en la adición de conservantes (sulfitos, nitritos, sorbatos, etcétera). Con todo, cabe advertir que ningún conservante tiene la capacidad, en las dosis permitidas, de frenar una contaminación ya declarada; son, simplemente, preventivos. El panorama de la conservación de los alimentos ha permanecido, pues, casi invariable durante decenios.