Sabor de mar en el plato
El término plancton, del griego planktón («que va a la deriva»), fue propuesto en 1887 por el biólogo marino de la Universidad de Kiel Victor Hensen. Consciente de la importancia que podían entrañar esos diminutos organismos errantes, consiguió financiación para llevar a cabo un estudio extensivo a escala mundial. Así, el 15 de julio de 1889 partía de Kiel la Expedición Plancton, un proyecto de investigación oceanográfica que arrojaría luz sobre la diversidad e importancia ecológica de estos habitantes del planeta azul.
Distinguimos hoy cuatro tipos de plancton: el fitoplancton, que realiza la fotosíntesis y se halla asociado a las microalgas; el zooplancton, de naturaleza animal; el bacterioplancton, formado por bacterias y clave para la descomposición, y el virioplancton, formado por virus y de gran relevancia ecológica. El plancton es muy sensible a cualquier cambio en el ambiente, por lo que es muy utilizado para obtener información sobre el estado de conservación de un ecosistema.
Además de en el sector farmacéutico y cosmético, el plancton está hallando también aplicaciones en el campo de la alimentación. Al principio se utilizaba solo en la producción de comida para peces en acuarios y piscifactorías, pero desde hace unos años se usa también en elaboraciones gastronómicas. La proeza se debe a la empresa Fitoplancton Marino, que desde 2008 se propuso llevar al consumo alimentario humano una microalga, Tetraselmis chuii. Tras identificar esta especie en la explotación acuícola Veta la Palma, en el Parque Natural de Doñana, investigaron la forma de mejorar la eficiencia de su cultivo.
En 2014 obtuvieron el permiso de las autoridades europeas para comercializar su plancton marino, que fue catalogado como «nuevo producto alimentario» (novel food) —una autorización muy difícil de conseguir ya que, por motivos de seguridad alimentaria, requiere el cumplimiento de unos requisitos muy estrictos.