Mientras unos le rinden culto, otros lo evitan
Nuestra relación con el pan ha sufrido en los últimos cincuenta años algunos bandazos. Su presencia en las mesas era antes incuestionable. Diversos rituales cotidianos le daban un valor casi religioso: antes de cortar un pan se lo señalaba con un signo de la cruz, y cuando caía al suelo un trozo de pan se besaba. Pasó luego a ser denostado, para atribuirle —de forma injusta— una contribución a la obesidad.
En los últimos años ha recuperado cierta fama. Han proliferado las panaderías y las variedades de pan, destacándose su valor gastronómico. Y el uso de trigos primitivos como el kamut o la espelta y otros cereales no habituales lo han convertido en emblema de producto genuino no ultraprocesado, y ligado a la alimentación «natural y saludable». Sin embargo, la demonización de las harinas refinadas y la intolerancia al gluten han generado rechazo entre determinados consumidores —aún los no intolerantes.
Se denomina pan a preparaciones muy variadas, que difieren no solo por la composición sino también por la forma y la textura. La distinción fundamental es entre panes simplemente cocidos y panes fermentados.
Los panes cocidos tienen como ingrediente básico un cereal (trigo, maíz, arroz) u otro producto que pueda molerse (trigo sarraceno), que se mezcla con agua y se cuece. El elemento calorífico puede ser simplemente una piedra calentada al fuego, un horno, o una sartén o cacerola. El resultado es una oblea que puede comerse sola, como envoltorio de otros alimentos (tacos mexicanos) o como acompañante de otros platos. Obleas de este tipo, denominadas galletas, eran muy apreciadas por su larga conservación y acarreadas en los buques pesqueros o de transporte desde tiempos remotos.
En los panes obtenidos por fermentación (que ya se elaboraban en Egipto hace unos 14.000 años), el factor determinante son las levaduras, que operan a modo de leudante: descomponen parte de los hidratos de carbono de la masa y generan dióxido de carbono, que, al ser retenido, aumenta el volumen de la misma. Básicamente, hay dos tipos de leudantes: los químicos y los biológicos.